Si la poesía tiene todavía algún sentido, en estos tiempos de miseria, es cuando continúa encarnando, a pesar de todo, aquello a lo que Wallace Stevens aludió tan cabalmente en sus Adagia: "La dicha del lenguaje." La sociedad de consumo, la sociedad del espectáculo, nos han embebido en su atmósfera estridente y demagógicamente chata, falsa en el doble sentido de imitadora y deshonesta, que se ha convertido en el aire que respiramos, en una seudocultura populista y no popular producida seductoramente por los grandes medios masivos de incomunicación. Con sus efectos deletéreos sobre la espontaneidad creadora de la gente, inclusive del lenguaje, especialmente del lenguaje.
La cuestión es que si decae el lenguaje humano, decae la condición humana. Porque no usamos el lenguaje, insisto, somos lenguaje. Y cuanto menos lenguaje somos, somos menos humanos, menos hombre. Hemos vivido acaso sin percibirlo una mutación, y ahora estamos inmersos no sólo en una civilización cuyo centro ya no es el lenguaje, sino que incluso ataca las fuentes del lenguaje. La crisis actual de la poesía no es entonces quizá sólo la de un mero género literario, sino que, algo muchísimo peor, es la manifestación máxima de una carencia muy profunda en cuanto a la espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Cada vez que hubo una gran poesía, por alquitarada y elitista que pareciera, siempre estuvo secretamente ligada, aunque fuera por oscuros meandros, con una lengua viva realmente hablada por un pueblo, por una comunidad. Ante la amenazante posibilidad de extinción de la gran literatura ¿cada uno de nosotros debería, como ya lo anticipó Ray Bradbury en su Fahrenheit 451, esconderse para preservar vivo, aprendido de memoria, el texto de un gran libro? ¿O será suficiente seguir escribiendo el poema?
Porque "la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad", ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que es a la vez suyo y general, íntimamente propio y al mismo tiempo de la especie, el solitario que cumple después de todo la más significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: "El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro."
Me parece sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción mundial de los ecologistas (a la cual hemos visto sumarse hace poco tantos partidarios de la paz) ha logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la vida humana y de la vida sin más en nuestro planeta, poniendo el acento sobre los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta maquinaria que ha enloquecido, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu.
Como casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si tal pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo xx, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas "instalaciones" en frío y tanto supuesto "arte conceptual" hoy extrañamente asumido como neoacademicismo, casi siempre de carácter oficial y con patrocinadores multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo, con gente como Lorenzo de Médicis. Después de todo, ya en el siglo xvi, Francis Bacon podía decir: "La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión." Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.
Y para concluir, al menos por ahora, enfrentemos nuevamente aquella misma consabida pregunta, de una inocencia demoledora, que alguna vez me planteó en público un colega venezolano: "En la época que vivimos, ¿qué misión le asigna usted al poeta?" ¿Cómo evitar decir que quisiéramos que el poeta fuera capaz con su trabajo a la vez de realizarse como persona y de ayudar a todos sus hermanos, de enunciar la palabra necesaria, imprescindible y única, la palabra a la vez tan íntima y secreta, húmeda todavía del silencio de los orígenes, emergiendo en una orilla virgen del universo, y a la vez general, compartida, fraterna, solidaria, no tan sólo ofrecida sino también aceptada por los otros, que entonces la harían suya y le darían destino, aunque ese destino fuera el no poco glorioso de volverse saludablemente anónima, ya sin autor ni tiempo, encarnada en el fluir mismo de la vida y de lo humano? Ni traicionarse, pues, ni traicionar a los otros; y además, no traicionar la propia lengua, el propio idioma, el sonido que uno ha venido a traer al mundo. Y siendo uno ser la especie, tan bellamente bárbara e intuitiva como trágicamente condicionada por las culturas que se ha hecho o le han impuesto. Y ser la esperanza de un mañana mejor, la luz de la utopía sin la cual no merece la pena vivir. Y ser también, al mismo tiempo, la conciencia de nuestra irrisoria pero desmedida condición. Lo que somos, lo que podríamos ser, quizá lo que seremos. Pero bien sabemos que, por ahora, la única gloria honestamente deseable ya no es siquiera ni la de vivir en el corazón de los otros, de algún otro, sino más humilde y sabiamente el honor y el placer, la angustia y la ansiedad de haber escrito, de haber sido capaz del poema, que por nosotros circuló y ahora está vivo, fragante y tibio, latente carne de lenguaje, recién amanecido, temblorosamente inclinado, tendido, hacia los otros, hipócritas o no, semejantes, hermanos.
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